Voy a doblar estos renglones, como se giran las puertas de las mansiones antiguas, pendiendo del marco, apoyada la frente con indolencia, a la espera de alguien las saque de su abstracción. Esas puertas, como todas las puertas, son agujeros negros. En el momento en que mi mano toca el pomo de una de ellas y deja que el contacto le transmita la verdad de cuál es el grado de mi conocimiento, se abre el abismo.
¿Quieres salir? No sé, les respondo. Hay demasiada luz afuera.
En mi casa han dejado de existir las puertas. Los dinteles son testigos mudos, la única audiencia de este concierto sin cuerdas, días vacios y noches de desvelo desde que arranqué todas aquellas maderas. Cuántas confidencias sin tregua que se protegieron de ser oidas tras el caoba brillante y las hendiduras por donde se introducen las llaves.
Todas estas puertas, que hoy no son ya sino fantasmas que solo son entendidos a través de mi imaginación, desaparecen con la luz del día, para escudarse de miradas que taladran, como hacen los pájaros carpinteros de los cuentos infantiles.
Bajo las persianas. Hay miradas que suelen llegar inoportunas, a menudo cuando estoy en posición de rezo. Tanto recogimiento, tanto silencio interno, tan solo les despierta una insana curiosidad:
A cuánto asciende mi dignidad, se preguntan; se paga el secreto a precio de dintel o se cuestiona la honra a razón de las puertas y lo que se encierra tras ellas.
¿Alguien apuesta por las personas?
Ni tan siquiera el silencio se molesta en contestar, me hubiera conformado con un brusco cambio de temperatura, o algún tono imperativo del más allá. Pero nada. Ni una respuesta enmascarada, ni música celestial. La puerta cerrada, se me antoja la única respuesta. Pero no voy a dirigirle ni una palabra. Una persona cuerda jamás le hablaría.
Huyó amparándose en la penumbra, antes de que los primeros rayos del sol me hicieran despertar por undécima vez. Salío de la casa a escondidas, como un bandido, como solo lo hacen los cobardes; aún no sé bien por dónde se pudo introducir, no lo hemos descubierto.
Tan solo el resto de su huella dentro de mí. Allí en donde estuviera, cargaría con el peso de la prueba del delito en su propio cuerpo. ¡Le maldije! porque nadie sabría jamás de lo que era capaz ese inmundo ser, portando en forma de ADN los restos de la fechoría. Prefiero no pensar en ello, empiezo a mirar hacia los lados, buscándole, me asusta que pueda estar escondido en algún rincón, esperando a que caiga la noche, y que vuelva.
Transporta esa cadena en secreto, como un trofeo; nadie se dará cuenta, porque sabe disimular, y espera paciente a que te confíes. Sabe atacar, sabe cómo, cuándo, y en dónde hacerlo.
¿Qué más puedo decir? Creo que aprendí la lección. En cuanto el primer rayo de sol me despertó, y entendí que todo era real, que no había sido un sueño, supe que tenía que actuar, y rápido, antes de que anocheciera.
Así, antes de tomar el primer café de la mañana, me froté el brazo hinchado y dolorido, y anoté con rabia en el papel arrugado: Repelente insectos
"No tengamos envidia a los que ocupan encumbrados lugares, porque lo que nos parece altura, es despeñadero"
Séneca de De la tranquilidad del ánimo
Séneca, nació en la ciudad de Córdoba, en el año 4 d. C., en el seno de una rica familia del orden ecuestre.
Estudió filosofía y asistió a las lecciones del estoico Attalo y de Sotión, ecléctico muy influido por el pitagorismo. Decidió centrarse en el estudio de la retórica, para ejercer después como abogado.
En el año 25, viajó a Egipto donde permaneció durante seis años. Durante esta estancia escribió su primer libro, De situ et sacris Aegypti. En el año 31 regresó a Roma donde inició su carrera política . La fama de brillante orador y escritor le acarreó la animadversión del emperador Calígula, el cual planeó su muerte que no llegó a materializarse, pues él mismo fue asesinado, situando a Claudio como nuevo emperador.
De nuevo la envidia hacia Séneca provocó la oposición de la emperatriz Mesalina que consiguió que sea acusado de adulterio con la princesa Julia Livila, hermana de Calígula. Como consecuencia de ello fue condenado en el año 41 por el emperador Claudio al exilio en Córcega.
Gracias a la mediación de la nueva emperatriz Agripina, segunda esposa de Claudio y madre de Nerón, es indultado y regresa a Roma. Allí es nombrado Pretor y se encarga de la educación del futuro emperador. Durante este período escribe De brevitate vitae y De tranquilitate animi.
Muerto Claudio, accede al trono Nerón en el año 54, convirtiéndose Séneca, en figura clave en el gobierno del imperio. Introducen importantes reformas fiscales y judiciales, constituyendo una de la épocas más justas de la historia de Roma y controlando los desmanes de Agripina y de Nerón.
Pero cuando Nerón comienza a acaparar más poder personal, la influencia de Séneca comienza a declinar.
El asesinato de Agripina por su propio hijo y el estrecho cerco que se forma contra Séneca para acabar con su influencia, deciden al filósofo a solicitar su retiro de la vida pública al emperador, a quien le ofrece devolver toda su fortuna, petición que no es admitida, pues Nerón le asegura que su vida no corre peligro.
En el año 65, Séneca se ve envuelto en la conjura de Pisón contra Nerón, siendo condenado al suicidio.
Observé el perfil de mi imagen reflejada en el espejo, entre la niebla producto de las cervezas que me había tomado, como si fuera otra la que guardaba en el bolsillo la tarjeta de visita de la mujer de la limpieza del St. Honorat : Madame Paloma Sánchez Castellanos, se lee tarot previa petición de cita, y como si el intrascendente intercambio de unas pocas frases con la mujer misteriosa del lavabo me hubiera sacado de un primer momento de confusión, recordé que mi amigo Fernando seguiría sentado en la barra, insensible a mis propios problemas, esperando a que volviera a mi asiento para seguir quejándose de su morenaza, y además empeñado en meternos a todas las demás mujeres en el mismo saco de su querida Nayiara.
Una reacción a tiempo es mejor que la crema más cara; al menos, a mi siempre me ha salvado de lucir más arrugas de las que me puedo permitir . ¿Cuántas veces había tenido referencia de mujeres que se habían ido con el patrimonio de un Fernando cualquiera? ¿Cuándo ganaban estas mujeres, en lo económico o en la parte emocional? De mi grupo de amigas mujeres, Consu era la única que se había casado, un matrimonio de cinco horas, en un viaje a Las Vegas con aquel muchacho que conoció una noche de excesos, y que resultó que, además de ser un cachorrito con el futuro resuelto gracias a la pensiones familiares, que tenía un sueño, volar, ; su destino fetiche, Las Vegas. Resumiendo: volaron, se casaron, y se divorciaron a la semana, obvia decir que ni derecho a pensión le quedó. Y del grupo de buenas conocidas , casi todas casadas, se dedicaban más al tema cuidar de casa y familia, que no creo les quedara tiempo para pensar en los millones inexistentes que entraban en su hogar, a no ser que lo hicieran por métodos poco ortodoxos o que pasaran directamente a las cuentas encriptadas de paraísos fiscales. Pero no les salían las cuentas.
¿Dónde se escondían, entonces, las mujeres a las que Fernando recriminaba sus malas artes? Si existían , yo tenía aquella curiosidad creciente de conocer a las Nayalas, Edurnes, Maripilis y demás mujeres, que según él, no contentas con llevarse todo su amor, aparte de dejarle con el corazón roto se habían llevado por equipaje la mitad de sus posesiones. O a mi no me salian las cuentas, o a Fernando le crecían misteriosamente los palacios, las casas y coches cada mañana; y yo sin enterarme.
Hice un recuento rápido: Las chicas, Fernando de casa en casa, gorroneando y quejándose mientras vaciaba neveras y la paciencia de sus amigos: antes de que se me pasaran los efectos del alcohol me planté en dos saltos en la barra del bar, donde Fernando estaba a punto de hacerse con el Goya a la mejor interpretación. Este plañidero en nómina de la injusta vida, parecía deshacerse de dolor, arrastrando medio cuerpo sobre la barra, y con cara de estar pasando por una profunda pena, mientras no dejaba de comer cacahuetes y beber las cervezas que yo terminaría pagando, como de costumbre.
Fernando, que no parecía haber perdido el tiempo durante los minutos que yo había faltado como espectadora de su inconsolable situación, ni se percató de mi presencia. Al hombro le colgada una morena de solarium y tatuajes adhesivos, a la que ponía en antecedentes sobre su nueva y critica situación: que si millonario en ciernes (Fernando hace años que suela con lo mismo, pero en realidad no deja de ser más que un escritorcillo de tres al cuarto que va viviendo de algún cuento corto, y como gorronea lo que puede, con trabajar de vez en cuando en algún variopinto trabajo mileurista, no necesita más) , seguía con la manida explicación de la mala mujer que le ha abandonado llevándoselo todo, todo. La realidad es que en casa e Fernando apenas sí existen muebles, pero eso no es nada nuevo para los que le conocemos bien. Si consigue llevar a la morena a su casa esta noche, la muy tonta se creerá que es cierta la historia de la mujer que se ha llevado los muebles. Ahora le estará contando que no sabe cómo recuperar la confianza en las mujeres, tras este golpe emocional... y económico. Fernando ya le pasa como por descuido la mano por la cintura, a esta mujer fatal que lleva marcado en la frente el sello de la casa Real de Fernando.
Él se anima y refuerza la escena. Es como un te cuento lo que me ocurre , pero no te confundas, que no estoy ligando.
Saludo con la mirada, y por el modo en que ella me fulmina con la suya, perdonándome la vida por esta noche. La incauta en ciernes no me ve como una rival peligrosa. De otro modo hubiera intentado caerme bien. Pero ni eso. Fernando se ha empeñado en ignorarme de tal manera, sin hacer uso del tono quejumbroso ni las miradas afectadas que le envía a ella, como si hubiera depositado en ella el conocimiento de ese código secreto que le deja el terreno libre. Y esto ella lo sabe, las mujeres sabemos interpretar este tipo de señales. Yo solo soy la chica nada espectacular que vuelve haciendo eses del lavabo, a saber lo que se habrá metido, que intenta hacerse un hueco entre esta nueva revelación de confidentes espontáneos. Mi bolso de tela india de colores chillones cuelga aún del respaldo del taburete. No soñaba pues. Ese sitio era mío hace escasos minutos. ¿Tanto tiempo he pasado en el lavabo de señoras, o yo ya no entiendo de educación, me he quedado obsoleta?
-Vaya, parece que has hecho nuevas amigas- comento, al tiempo que lanzo al aire un cacahuete, que aterriza en la jarra de cerveza de un cliente, que no se ha dado cuenta, porque está cuchicheando con el camarero.
La lolita me mira con horror, pero no dice nada, la diva me ignora de nuevo. Se dirige a Fernando con mirada de lástima, frunciendo los inmensos labios (los he visto más naturales) y ladeando la cabeza. Él cierra los ojos y levanta los hombros, el típico gesto conformista, como diciendo esloquehay. Lolita se aleja con un contoneo que pretende ser , de entre los artificiales, el más natural, de vuelta a su mesa. Ahora no la saludo, que se fastidie. Ni siquiera puedo odiarla, pues me queda el consuelo de saber que, si es lista, como parece, dentro de cinco o seis fernandos más se replanteará esas historias para no dormir, cuestionando la veracidad de la mismas. Sigo esperando a que Fernando baje de la nube, pero parece no tener prisa. Sigo su mirada, que cae directa en el grupo de lolita y sus amigas, a las que descubro mirando hacia donde nosotros estamos. Ni siquiera tratan de disimular, mientras la Lolita les va relatando. Nota que Fernando la mira y le hace un guiño, y le mira fijamente, sabiendo que ella es la única que sabrá entenderle , firmando en el libro de las Brujas de Fernando, el siguiente fiambre de su lista de cadáveres. Sus amigas la secundan, con gestos de tranquilo chaval, estamos contigo, somos mujeres modernas y no apoyamos a las zorras que te dejan en cueros y sin patrimonio. ¡Serán lelas! Me deben tomar por otra Nayale, Edurne o Maripili al uso. Me vuelvo hacia mi amigo, tratando de hacer caso omiso a la situación, y cuál no será mi sorpresa cuando le veo mirando a la morena y haciendo el típico gesto de tener un teléfono invisible en la mano. Anda que no ha tenido tiempo, este cretino, con la práctica cada vez apunta mas directo y le cuesta menos llegar al objetivo. Intento calmarme, echando un vistazo al camarero-bombón, que recibía con una sonrisa una notita que le pasaba a escondidas el hombre del taburete contiguo, el cacahuete volador descansaba aún en su copa. Los únicos testigos de otra historia de amor que nacía entre los platos de tapas fuimos los pimientos del piquillo , la solitaria patata rellena de champiñones, y yo. Empieza a pesarme el ser tan observadora.
Recuerdo que aparté a un lado, despacio, el vaso de cristal relleno de cacahuetes, para evitar más tentaciones, porque si lo vaciaba, el inocente objeto se podía convertir en un arma peligrosa. Era el momento de escupir, sin puntos sin comas. Y Fernando lo estaba pidiendo a gritos...
Me desperté viendo como toda aquella gente se alejaba. Y yo, corría detrás de ellos, y no les alcanzaba.
Conté las espaldas, una, dos, tres, ...cuarenta y siete, ...sesenta y cuatro...
¡No puede ser! Interpeló la mano-policía, mediando entre el espacio que yo ocupaba, y el de la espalda más próxima, cuando a punto estaba de alcanzarla.
Le dí un mordisco y pegué un salto para esquivarla. Dos zancadas y alcancé mi objetivo; naturalmente, lo hice por la retaguardia.
Quería ser mayor, Quizás por egoismo, o Presumir diciendo que vestía tres tallas más grandes
Y solo al alzar las manos Sin esforzarme Conseguir el tarro más alto del estante. Lo inalcanzable.
Crecí, y me convertí en el mismo que soñaba cuando aún trepaba A los árboles.
Y desde aquel nuevo Precipicio Observé que, con cada caída, El empeño se resbalaba a lo más hondo Que crecer en años y estirar los hilos de este ropaje humano me había dañado, por dentro el alma. Por fuera, la capa engalanada, y reducido por tanto a lo más ínfimo
Me sorprendió la vida con mi mayoría, pesando las frases, los gestos, ahogando mi paso cansino en un charco.
Al fín había crecido, tanto, y más tantos
Hasta conventirme en el más miserable de los enanos.
Las cervezas empezaron a hacer su efecto en mi vejiga, que debe ser más pequeña que lo habitual , pues a ella debo el profundo conocimiento de un sinnúmero de lavabos de señora, de los más variopintos lugares del mundo.Barcelona a la cabeza de este singular conocimiento, ciudad que ostenta el número uno en lo que respecta a cantidad de cervezas que soy capaz de tomar en la misma noche.En los lugares de parada habitual ya me conocen, lo que cubre el inconveniente que tendría en caso contrario, pues volver a casa tras una de esas ingestas sin temer perderme ya no es problema.Así, ya no recuerdo la preocupación que surgió en los primeros meses, antes de ser nombrada “habitual”, pues el hecho de encontrar las llaves, se convertía en odisea nocturna.Hoy puedo presumir que alguno de los parroquianos, también habituales, están disponibles a acercarte a tu casa, y en caso de verte en estad muy lamentable, de quedarse a dormir en el sofa , habilitado para casos de urgencias.
Es una norma no escrita, un pacto sin palabras que tenemos asimilado, como caballeros de barra de bar.El sofa ya estaba desteñido cuando, haciendo uso de la fuerza más que de la cabeza, lo metimosa trompicones a través deldintel de la puerta , que al final se negó a admitir el sofa al completo, así que tuvimos que romper las cuatro patas que lo sostenían, espectáculo maquiavélico que mis vecinos me recordaron durante los meses siguientes cada vez que me los cruzaba en las escaleras.En este sofa cojo, he dejado que amantes de la misma condición terminaran las noches en las que el cansancio y su poco tiento los relegaban indefinidamente al saco amortiguado de los amigos perpetuos.Léase Fernando, así como amigos que apuntaban hacia una separación inminente de sus parejas; amigas, de visita en la ciudad.Ahora que lo pienso, mi madre nunca lo utilizó, ni siquiera para sentarse cuando se ha dignado a visitarme.Viaja mucho y no soporta dormir más que en hoteles, dice que allí se siente como en casa.Será por lo aséptico de esos sitios, porque siempre encuentra la cama hecha cuando vuelve, o porque un hotel la exime de tener que impostar un ambiente de hogar.Pero el sofa es otro tema, del que podría sacar mil historias, y ahora no viene a cuento.
Me dirigí con paso inseguro y tambaleante hacia el baño de señoras.Como no soy dada a los aparatos modernos, no hice uso más que del Gps Mental que aún conservaba, recordatorio de otras visitas al mismo baño.Tejí en ese momento una capa de falsa seguridad pues aunque acostumbrada a aquel vaivén, el trayecto se me antojaba como un viaje peligroso, dadas las curvas que misteriosamente habían aparecido en el camino.Ante aquella mirada entre lasciva ysocarrona queamenazaba con una noche de sexo agitado, sin coctelera en medio, el futuro treintayunavo hombre de mi vida que acababa de conocer esa noche, me devolvía con el mismo código aquellas señales que servían para continuar con el juego. Miradas ygestos.
Corregí la postura al sentir las miradas de los presentes clavadas en la nuca, para que no pusieran en duda mis clases semanales de gimnasia.Tres años de deporte que me ayudaron a corregir la descompostura con la que solia caminar de jovencita, perdidas en el trayecto al lavabo de mi bar favorito.
En cierta ocasión, siendo aún niña, escuché cómo una de las amigas de mi madre le comentaba que yo parecía cargar ya con penas y problemas de adulto, porque al caminar sacaba chepa.Fue el primer indicio.Y es que siempre me ha costado mantenerme recta.Pero como soy resuelta, se equilibra ellamentable aspecto, y al menos, logro llegar al objetivo que me fijo.Otro tema es el de si me fijo o no objetivos, o cuál es la naturaleza de los mismos.
Sonaba una canción de Calamaro... estoy perdiendo el rumbo, estoy perdido en el mar...no tengo claro hacia donde navegar o si en algún puerto te voy a encontrar, acompañamiento musical perfecto en aquel ambiente de almas perdidas, islas y náufragos nocturnos de barras de bar, así que me deje llevar por la musiquilla y tarareaba la letra camino de mis dos minutos de soledad obligados.
Este es el ejemplo conocido que mejor representa mi ideal de cómo deberían ser todos los lavabos que he visitado:un baño que huele a lavanda, con papel higiénico que jamás se agota.A veces me he preguntado si la gente que acude a este bar lleva su propio papel higiénico escondido en el bolso, por miedo a las infecciones.Las suaves toallitas que colocan sobre el mármol en el que jamás encuentras una gota de agua (y eso que he intentado pillar a la mujer de la limpieza en un renuncio, pero nada, no hay manera, es una profesional en lo suyo, por algo trabaja allí, que ya digo no es cualquier sitio)
Antes de salir hacia mi doble trabajo de esa noche, es decir, el de escuchar y tratar de reanimar el desconsuelo de mi amigo, que por no se qué razón no terminaba de convencerme, y por otro lado, el menos desconsolado y que empezaba a ocupar más del cincuenta por ciento de mi atención el de seguir infectando de hormonas del amor a mi torero coctelero, porque a estas alturas él sabía lo mismo que yo, que ahí había futuro, al menos para esa noche.
Después de lavarme las manos, y comprobar una vez más que la mujer-estatua que miraba hacia el techo ignorando mi presencia, ya se había ocupado de dejar toallas limpias en los breves instantes que yo me dedicaba a desocupar mi vejiga.Ni siquiera la había escuchado el movimiento de arrastrar la silla en la que ahora descansaba.Desde mi última visita , la mujer había perfeccionado su tarea, ampliando el negocio base de conservar este espacio intimo impoluto. Ni huella que indicara la presencia de alguien más que yo hubiera visitado el lugar con anterioridad.Sobre el mármol del lavabo advertí que habían dejado unos folletos que no estaban antes.Copias manuscritas e impresas en alguna tienda de fotocopias de barrio,en el que aparecía dibujado un mazo de cartas, y una frase contundente del tipo Madame Paloma Sánchez Castellanos,se lee tarotprevia petición de cita.
Por la manera de mirarme de reojo, intuí que esta buena mujer no solo se dedicaba a reponer el papel higiénico y asegurarse del buen funcionamiento en general del baño de señoras de este restaurante, sino que , como otros personajes de la noche que he ido conociendo en mi vida la mujer de la limpieza de St. Honorate’s disfrutaba de dos vidas paralelas,y seocultabatras el seudónimo de la tal Madame Paloma.
¿es usted quien lee las cartas?- me dirigí a su reflejo en el espejo
Si es por urgencia, puede usté venir al mediodía , que mañana libro- me contestó, transformada, con un aire de estar haciendo algo prohibido.
Mientras me daba algún consejo antes de realizar la visita, lo que ella parecía tener más claro que yo, que acudiera en ayunas, que no cruzara las piernas, ...yo la escuchaba a lo lejos, como quien escucha música ambiental, y me lavé la cara para despejar mi carrera contrarreloj de mucha bebida y apenas comida.
La mujer seguía hablando, pero al mirar con fijación aquel espejo que ocupaba toda la pared me descubrió a otra persona que me recordaba a alguien. A pesar de no ser persona que me detenga a fijarme en mi imagen más que el tiempo que utilizo en lavarme los dientes o echarme alguna crema de esas que me regala mi amiga Consu, el espejo me devolvió mi propia imagen borrosa , y pude apreciar cómo el maquillaje que pretendía durar veinticuatro horas, según indicaba el prospecto de la caja, desaparecía de mi rostro, dejando la cara a trocitos de diferente color, una mezcla de dos tonos que, como un tablero de ajedrez me recordaba la consecuencia directa de ser una fumadora, entre otros asuntos a los que prefería hacer caso omiso en ese momento. De hecho, mi piel era tan sensible que empezaba a cuartearse en cuanto pisaba un local con humo.
-mi amiga Consu sabría cómo tapar las ojeras- arrastré las palabras con voz pastosa, lo que no pasó desapercibido para la tal Madame, en vista de la mirada de conmiseración que me dirigió.
Guardé con desgana uno de los folletos en el bolso de la americana, y recordé que Fernando se había quedado
..Hablando de zorras, recuerdo ahora uno de mis últimos desencuentros, el que tuve hace algunas semanas con mi amigo Fernando, a causa de una zorra, no de las que vemos disecadas sobre los televisores, decoración fruto pelicula tipo Almodóvar, no, a ver cómo lo explico para no caer en el topicazo del lenguaje sexista....Que les den, pues eso, una zorra, léase puta en el diccionario de la RAE, que si está en el dicicionario, no se por qué voy yo a hacerme ahora la estrecha en cuestión de vocabulario, solo por no ver la cara del interlocutor....En fín que ya me empiezo a ir por las ramas...
Como decía e intentaba contar, mi amigo Fernando ha sufrido un desengaño, para ser más concretos, creo que es el tercero en lo que va de semestre.
A sus cuarenta y tres nada mal llevados años, Fernando sufre en silencio, como el del escatológico anuncio de la tele pero en una versión más trivial, la salida por piernas de sus última conquista. Él dice que sufre de desamor, y por no llevarle la contraria asiento a su comentario, aunque para mis adentros pienso y me reafirmo en lo anterior, la chica se deshizo de éste principe de galleta de chocolate en cuanto intuyó lo que le esperaba a su lado, largas tardes de sofa y baretos perdidos, que no se encuentran ni de casualidad en la Guia del Ocio Barcelona, ni representan a la parte cultural o divertida, no hace falta mencionar la dudosa salubridad de dichos antros, algo que parece pasar inadvertido para alguien que , como Fernando, se conforma con que el camarero le lea la mente en cuanto traspasa la puerta del chiringuito en cuestion, como el les llama, y le pone sobre la barra su bebida preferida, sin preguntas, sin comentarios, algo que de paso diré le gusta especialmente porque le hace soñar con que algun dia una mujer haga eso mismo en lugar del camarero, que le ofrezaca lo que quiere y a cambio no le recrimine ni le cuestione..pero en fin, vuelvo a irme por las ramas, y eso sería tema para otra disertación...
La zorra, perdón, la joya (ya hablo como mi querido Fernando) que se le fue de las manos, en cuestión, se llamaba Najyala. Así mismo, lo puedo jurar. Era morena, morenaza, me contaba él, el culo prieto y las caderas anchas (por que de paso sea dicho,jamás tuve el gusto de conocerla, como al resto de sus morenazas de culo prieto, parecen todas salidas de alguna canción aún no escrita de Sabina). Vamos, proseguía él, el tipo de mujer que ves pasar a tu lado y no te crees que un dia pueda terminar caminando agarrada de tu brazo, en plan relación de salir por el día y eso.
Con los años he ido conociendo el uso especial del lenguaje de mi amigo, asi como la creación en exclusiva de un diccionario que no encuentro en biblioteca o estantería alguna, solo apto para utilizar en conversaciones con tipos como él.
Así, a la sombra del beneficio de este conocimiento, que por ser amiga me tiene concedido, explicaré aquí a los neófitos que el comentario de salir por el dia es en Fernando señal indiscutible de que ya ha pasado con ella la noche y volverá a intentarlo de nuevo..., sin necesidad de que el acto de pie a mantener ni por asomo relación “seria” alguna al uso , como seguramente sueñan las ingenuas que van cayendo en las garras de sus brazos , a costa de una labia de golpe efectivo, imagen de bohemio pijo con toques de intelectualoide incomprendido, y ningún interés en repetir la misma maniobra si no es con fines lucrativos, para decirlo de la manera menos dura posible y no herir egos o corazones sensibles de alguna heróica mujer que ya haya probado sus encantos y que , dudo mucho, esté leyendo estas líneas, pero así me salvaguardo de que luego me persigan intentando averiguar por qué él es así, por qué las dejó ...Para eso, tendrían que haber sido un poco mas listas y hacer como yo, que desde el primer dia que le conoci (lo han adivinado, intentaba ligar conmigo en uno de esos baretos, he de decir en mi favor que yo íba un poco colocada debido a una reciente desaventura de la que no pienso ni hablar) no le tome en serio ni por un segundo, lo que confabulo una especie de amistad genuina, que solo se rompe cuando él se encuentra en baja forma y me intenta camelar para que le presente a alguna de mis otras amigas inteligentes y que pasan de hombres versión canalla y pendenciero con ese aire una mezcla entre un James Dean y peterpan del siglo dos mil.
Él, mi amigo, le tacho de tal por la costumbre de los años, supongo, porque son desde aquel primer desencuentro muchas tardes y noches de copas, de confidencias y tertulias entre amiguetes, y por esto mismo no le he dejado tirado ni una sola vez, a pensar de su impuntualidad y su falta de valores respecto a las féminas, porque ya es mucho tiempo y parece que presión que ejerce de la suma de minutos encadenados, lo sigue siendo pese a todo porque la divergencia de opiniones la he ido disculpando a costa de tener otros problemas en lo s que preocuparme, hasta esa tarde, siempre hay un resorte , que cuando se toca, abre la caja de Pandora que durante tiempo hemos intentado mantener en una esquina, sin mentar y oculta hasta de nuestra opinión .
Como iba diciendo mi amigo F vino aquella tarde a llorar sus desgracias al único hombro que quedaba despierto en toda la ciudad aquellos días festivos de una Semana Santa, que como todos los años, tan solo ofrecían pasos ... como mínimo hacia el aburrimiento televisivo, o patético en calles cortadas por individuos disfrazados a modo de Halloween, que me traen a la mente películas y documentales sobre racismo, las mismas caperuzas, los trajes, esas cruces bordadas en el pecho..en fin.
El hombro, en cuestión, no tenía el humor muy fino esa noche, entre otras cosas, porque se había quedado sin vacaciones, lo que le habia producido un cabreo de cojones, para ser claros, ya que había perdido la oportunidad de ligarse al último chico que había conocido que le había llegado a interesar un poco después de año y medio, desde su ultima ruptura...de lo cual, no hablare y no hablare aquí, solo de recordarlo (-). En fín. Lo que una no haga por los amigos. Tras el tapeo casero acostumbrado y delante de una fría Pils alemana, empezó la consabida retahíla de frases llenas de topicos quejumbrosos, pero si se lo daba todo, si ella no tenía más que abrir la boca (que por lo que me decia no era lo unico que tenia abierto, las 24 horas, cual autoservicio de gasolinera), y yo se lo daba como un gilipollas , que hasta le hice los papeles para que se pudiera traer a su familia, de no se que pais, que de tanto repetirme el nombre yo solo me quedaba con la imagen de una familia completita de esas con su padre, su madre, perro ratero y abuela incluida en el pack, todos a una cargados de maletas en el aeropuerto...que ya les veia de oKupas en mi casa, limpiando mi hogar y colgando los calcetines en medio de la cocina, pobre Matilde! (porque Fernando para los amores es un lío, es peor aún para los temas domésticos, tendrían que verle, si no fuera porque tiene asistenta, su Matilde, que lleva con el más de cinco años y que le cuida como a un hijo, que ya la quisiera yo para mi, no tanto para cubrir con la faena obligada –por decir algo, a ver quien me pone a mi una pistola ..- de las tareas de la casa, que también me haría falta , sin por la parte humana de esta mujer, que cubre con él todas las carencias afectivas de una madre, esa que yo tuve viajando de punta a mundo del mundo mundial cuando yo era apenas un retazo de niñata que sacaba de quicio con mis preguntas y con una mala leche que solo la edad ha ido suavizando...y en fin, que de eso tampoco venía yo a hablar)
...¡Cómo he caído!, empezó a repetirse , cual plañidera de Orense en el velatorio de algún vecino de cuerpo presente, que aún sin conocer se cree en la obligación de sentir, solo por no tener ya otra obligación ni nada que limpiar en su casa, y eso estaba Fernando, que como a él las faenas de la casa se las hacía la buena de Matilde, pues no le quedaba otra que insistir en que era el más desgraciado de Barcelona en aquella Semana Santa, obviando a los que en aquellos momentos se arrastraban y caminaban descalzos en excelsa procesión, pertrechados en sus ideales y fervor religioso, sobre suelos llenos de cristales, sosteniendo en velas y accesorios más que yo en abalorios un sábado por la noche. Kilos de imágenes religiosas planeando sobre sus caperuzas, sabañones , y la fe que les inspiraba el canturroneo de cuatro decrépitas con telo y espontáneos que pareciera se daban más al tabaco que a los gargarismos de tomillo.
En esas estaba el quejica de F. , que me entraban a mi ganas de llorar con él, más por echar fuera lo que aún recordaba de ese fantástico día, mis vacaciones enviadas a la mierda en el momento que mi jefe decidió que aún no estaba pulido el proyecto en el que andaba, y que mejor lo revisábamos ese fin de semana, aprovechando la insana manía de algunos de descansar , con la de días que había para aprovechar en hacer algo útil, literalmente , me dijo (yo aún no doy crédito a sus palabras, pero en fín, él es el jefe, el que gana la pasta gansa, y yo una becaria en una editorial trasnochada, en ciernes de asesinar por asfixia a un colega pelma – yo, no la editorial- y no pienso seguir con el tema laboral, que hasta mañana no tengo que volver). Así estábamos, los dos apunto de llorar, que ya me entraba cansancio de escucharle, era como un disco que giraba giraba y empezaba a marearme.
Con la excusa de estar más centrada en su problema, y en realidad lo confieso, porque no se quedara en mi casa hasta entrada la madrugada, como suele hacer en caso de crisis sentimental, y para qué negarlo, decidí aprovechar su momento bajo y mi mala leche para unidos frente a unas cervecitas y un trocito de tiramisú de mi restaurante preferido matar su crisis pasajera y mi tentación de salir corriendo hacia el muelle y coger aquel barco en dónde estaba a punto de partir el veinteavo hombre que yo afirmaba como el definitivo hombre de mi vida.
“Decidimos” (queda mejor decirlo asi, en plural, pues a los hombres conviene hacerles creer de vez en cuando que la idea ha sido suya) salir a mojar penas en baretos, y fue como terminamos en un lugar de mi agrado, un lugar coqueto que trata de imitar el ambiente añejo y acogedor de los clubes ingleses de antaño.
Nos apostamos en la barra, y con premura se nos acercó un camarero de esos que me gustan a mi, porque parecen salidos de una buena película clásica, vestidos con esas chaquetitas cortas, pajarita y fajín, que tan bien les suele quedar (sobre todo porque te haces una idea bastante exacta de lo que hay debajo, si la barriga aún no saluda alegremente por encima del fajín) . Con esa profesionalidad apetece más pedir un cóctel , da igual lo que le pongan dentro, que la simple cervecita, aunque sea de importación, solo por darles el gusto de agitar la coctelera como ellos saben.
A la tercera cerveza, medio tiramisú casero servido en aquel plato gigante y mucho adorno , todo monísimo , ya empezaba yo a olvidar a mi proyecto “hormonal” por el que tanto había sufrido esa misma tarde y despedía mentalmente aquel barco (con pañuelo lleno de efluvios y ojos llorosos, eso si, pero en fin, la vida es breve, y los amores van y vienen, a veces sin darles ni siquiera la oportunidad de nacer, asi es la vida) Desde la altura de mi taburete, y la vista que me ofrecía aquel rey del cóctel, moreno, ojos verdes, culito respingón, que a su vez me enviaba mensajes ya través de unas sonrisas que no recibí como profesionales.
Luego me di cuenta de que las risas era provocadas seguramente por los comentarios que en voz alta le hacia yo a Fernando, que seguía llorando sin lágrimas (y dando buena cuenta de todos los ejemplares de pinchitos que iban apareciendo bajo los cristales de la higiénica y limpia la barra) por su morenaza de culo prieto, la de la familia numerosa que casi le arruina, ya empezaba con la parte más lastimosa y dura de la historia.
Creo que empezaba a no escucharle, algo que no sabia describir me molestaba o me hacia cambiar de postura todo el tiempo, comer algo más deprisa de lo habitual, y beber sin dejar que el hielo y la escarcha del cristal desaparecieran del vaso.
Me disculpé en voz baja , como corresponde hacer en un sitio como ese, susurrando, porque ya estaba un poco cansada de aguantarme las ganas y dedicarle a Fernando alguna subida de tono que en otro momento hubiera sacado, en nuestros lugares habituales, o en mi casa, pero allí me contenía, por mi, por él, y por el camarero, que seguía sonriendo y mirando fijamente, con aquel flequillito tan gracioso que le caia sobre la frente, qué malos éramos y que mala me sentía, como la bruja de algún cuento infantil, ligando descaradamente mientras mi amigo lloraba sus penas .
Hubo un dios que me contrató Como su esbirro Y yo, simple humano, Al ser buen profesional, Decidí innovar El trabajo que él realizaba.
Se fue mi dios de vacaciones Y me dispuse con premura A diseñar un nuevo plan De Vida, común a todos Los que habrían de llegar.
Y así lo concluí:
“Tras laboriosas horas, he aquí el nuevo croquis de este mapa humano, que a partir del nacimiento será vigente para cada individuo:
Como dios en funciones, proclamo que A partir de este momento, Cada persona nacida tenga En el transcurso de su vida
Un periodo de riqueza y opulencia, Para que el corazón se ensanche Sin esfuerzo; la sangre inunde Alegremente sus venas, Emborrachando la razón; le lucirá Así el pelo como nunca antes, Y su sonrisa será la prueba de Ese rojo pasión.
Y en la misma medida de tiempo, Tenga el nacido un periodo similar, De pobreza y condición paupérrima, Con el que aprenda a valorar Lo simple y lo infinito. Así el corazón, al estar compungido Resguardado entre la duda Y la obsesión del mañana, Resplandezca al observar la estrella más Grande, y le motive saber las teorías Que se esconden Tras el cielo nublado, los huracanes, Las flores.
Como me queda ocasión Para actuar como dios suplente, aún Ordeno, con prudencia
Que a cada humano le corresponde un Periodo delicado, ya sea en los disfraces de Padre, de hacedores de un hijo o de hermano, cada uno podrá ser sirviente, o servido, ya sea en papel de lacayo o como señor y único amo. Un periodo similar para cada Uno de ellos.
A cada uno de ellos, ¡ordeno! (ya que mi honorífica condición me avala) a vivir un gran amor, correspondido, por cierto, que le haga olvidar las cicatrices que la misma energía anteriormente le hubiera partido el alma.
Qué felices serán los humanos, Con este mapa perfecto que les estoy preparando. Sin necesidad de elegir, Se disiparán todos sus males, sus indecisiones, La alineación de talante...”
Pero fue entonces que se presentó mi dios, Sin avisar, y tras echar un vistazo al nuevo Código, Me observó, miró hacia los que Estaban por llegar, Y con voz que noté apagada, concluyó:
“El trabajo no es medido por las horas empleadas, ni por tu justicia asumida. Ni aún regalar rosas, deviene en el Agradecimiento del rosal al que le han sido Arrancadas. Por cada una de tus justicias, habrá que Compensar con un anterior desagravio.
Acaricia este croquis, con los ojos tapados, Y entonces verás Que está diseñado para amarrar el corazón De las almas libres, que no hay lugar Para aquellos que deseando volar Han renunciado a descendencia y Amores de barra a los que cuidar.
¿Y acaso te has acordado de aquellos Que prefieren el estudio solitario, Al fervor de los aplausos De miles de otras manos?
Y qué me dices del eterno buscador, La oveja negra en tu planisferio, ¿Que será de ese iluso, sin el libre albedrío Señalado en sus mapas?
¿Quién explorará entonces el Infinito?
Si la vida fuera justa, a tu modo, al mío, Al de imaginarios querubines que adornan Los troquelados del espacio, Dime, ¿sería esa la justicia que se merecen, la que desean para sí los infinitos de seres, que tenemos pendientes por llegar del otro lado?”
Y tras estas palabras, agaché la cabeza Y me alejé pensativo, Reconociendo que, a punto estuve De ser el reformador más injusto de la historia.
Y miré a mi dios, de reojo, Y con cada lágrima suya derramada consintiendo en que sufrieran o amaran, o reposaran de su viaje, decidía con dolor sereno que lo justo, en última instancia, fuera lo que cada ser para sí mismo proclamara.
Y en aquel instante comprendí el nuevo don Que mi condición de humano me otorgaba.
Guardé el mapa de puntas afiladas En un armario sellado Bajo cien llaves que con diligencia dispersaron mis cuatro puntos cardinales.
A continuación firme la renuncia Ese puesto de semidios tan bien pagado, Proclamándome desde ese segundo Explorador e inventor de preguntas, De un infinito, De una nada.
...y esa forma peculiar suya de sujetarme la mano.
En momentos de extrañeza, cuando no se bien a qué lugar pertenezco, intento sujetarme la mano con el mismo gesto. Imagino que aún tengo seis años y mi padre está a mi lado, antes de cruzar la calle sobre las líneas blancas anchas que están pintadas en el suelo, sobre las que me gusta saltar. Cuando voy con mi padre no lo hago, porque suele enfadarse. Me mira serio y me dice que me esté quieta. No le gusta que salte.
Antes de cruzar, como siempre, me agarra la mano , y deja que su dedo meñique se deslice por la muñeca.
Creo que mi mano era demasiado pequeña para encajar dentro de la suya, y él salvaba esa diferencia eliminando un apéndice , igual que después hizo con cada unos de sus hijos, que nos fue eliminando a lo largo de los años, por motivos que nunca entendimos: nos odiaba, o nos quería.
Jamás adivinamos lo que pensaba, lo que podía pasar detrás de esa mirada que la inseguridad le había transformado en un gesto altivo.
No era aquel ademán de cogerme la mano excesivamente cariñoso, pero para mi era el momento en que mi padre me pertenecía. Cruzar la calle me convertía en una figura de cuento, la niña del lechero o del tendero que sale en todos los cuentos, que tiene un padre que dice que la quiere y se alegra de que le pasen cosas buenas...
Al cruzar la calle, mi padre se convertía en el príncipe que le hacía creer a una princesa de seis años que era querida, que aún tenía algo a lo que asirse. No me importaba la riña que recibía por saltar de línea en línea, porque era mi padre, que me hablaba a mi, solo a mi; toda su atención dirigida a esta minúscula razón que soñaba con ser una “señorita” como las del colegio, que cantaba canciones con letras imposibles, de significados aún no traducidos en su infantil desajuste, que hablaban de amores trágicos y dolorosos.
Y fue la sensación de todos los pasos de cebra que llegué a cruzar con mi padre cogida de la mano, los que reservé en el rincón del recuerdo, para rescatarlos años más tarde, en esas noches en que la memoria no quiere saber, por mucho que se le afloje la duda.
Esas noches sin respuesta, en las que no entendía el por qué de tanta factura, ni a qué fin la nevera se vaciaba tan deprisa; la falta de voluntad me acompañaba incluso antes de abrir los ojos por la mañana, y la apatía era compañera y se me pegaba como un amigo de esos pesados de los que no sabes como deshacerte.
Podía durarme la sensación varios días, y ahí se quedaba, como un polizonte, chupándome la poca energía disponible. Rumiar con mi presente y mi pasado sin encontrar alivio, sin saber qué me pasaba ni qué producía la indiferencia que ese tiempo muerto me provocaba hacia las personas, los objetos cercanos, que hasta llegar a la puerta de la calle me pedía reciclar antes el gesto de extrañeza, que marcaba unas líneas de expresión ceñudas, como de perenne enfado.
Era entonces cuando la mano imaginaria se convertía en mi último y definitivo sustento emocional. Cerraba los ojos y ya no estaba sola. Algo ingrávido, inmaterial que me sostenía el alma, aunque solo fuera en la imaginación. A pesar de ser solo viejos recuerdos, por su condición de lejanía me hacían dudar de su veracidad. Cómo saber si era cierto que aquella escena había sucedido en otro tiempo, y en un lugar que se desdibujaba en la memoria.
Si la imagen existía, debía ser porque el sentimiento de protección pesaba, más que el propio recuerdo de la ciudad que sobrevolaba en mi imaginación, que persistía en sobrevivir a pesar de mi larga ausencia.
Cómo saber si la ciudad, el paso de peatones, la mano, el momento fueron ciertos, no lo sabía. Cómo tener la certeza de que un día era yo misma, con seis años, y había cruzado la calle confiada dejándome guiar, por la mano de mi padre.
Y aún así, aquella mano conocida me acunaba en silencio, me deslizaba el meñique por debajo de la manga, y acariciaba mi muñeca poco más grande que entonces. Para dejarme con más preguntas sin respuesta, como a los niños de seis años, que aún creen en princesas.
Me agarraba fuerte a la mano que anidaba en mi cabeza, y cruzaba la vida resuelta. Otro día ganado a la muerte, otra noche de dudosa serenidad. Solo añoraba no obtener la respuesta directa de la boca de mi padre; saber si me había querido, o en qué momento había decidido prescindir de mi mano. Por qué me dejaba cruzar sola ...
No recuerdo el día en que mi padre, al fin, decidió no agarrar más mi mano para cruzar un paso de cebra, pero traerlo a la memoria se convierte en algo triste, porque desde entonces mi figura niña ha aprendido a cruzar correctamente los pasos de cebra: mirar a un lado y al otro, y asegurarse de que no vienen coches; no saltar las rayas blancas.
La niña se ha acostumbrado a caminar respetando la derecha, como le han enseñado, y a llevar de la mano a sus hermanos más pequeños. Curioso papel, el de destronada princesa, con tan solo ocho años, sin corona ni mano que la sujeta.
Y desde entones he ido tranqueando con la edad, saltando de paso de cebra en paso de cebra, perdida entre líneas marcadas en el suelo por las que ya no es divertido saltar.
El paso de cebra ya no es el mismo animal de los troquelados, sino la esperanza rota, el amor imposible, el tiempo fugaz, el sentimiento de pérdida.