2 de agosto de 2009

El fantasma que me ayudaba a cruzar la calle





...y esa forma peculiar suya de sujetarme la mano.

En momentos de extrañeza, cuando no se bien a qué lugar pertenezco, intento sujetarme la mano con el mismo gesto. Imagino que aún tengo seis años y mi padre está a mi lado, antes de cruzar la calle sobre las líneas blancas anchas que están pintadas en el suelo, sobre las que me gusta saltar. Cuando voy con mi padre no lo hago, porque suele enfadarse. Me mira serio y me dice que me esté quieta. No le gusta que salte.

Antes de cruzar, como siempre, me agarra la mano , y deja que su dedo meñique se deslice por la muñeca.

Creo que mi mano era demasiado pequeña para encajar dentro de la suya, y él salvaba esa diferencia eliminando un apéndice , igual que después hizo con cada unos de sus hijos, que nos fue eliminando a lo largo de los años, por motivos que nunca entendimos: nos odiaba, o nos quería.

Jamás adivinamos lo que pensaba, lo que podía pasar detrás de esa mirada que la inseguridad le había transformado en un gesto altivo.

No era aquel ademán de cogerme la mano excesivamente cariñoso, pero para mi era el momento en que mi padre me pertenecía. Cruzar la calle me convertía en una figura de cuento, la niña del lechero o del tendero que sale en todos los cuentos, que tiene un padre que dice que la quiere y se alegra de que le pasen cosas buenas...

Al cruzar la calle, mi padre se convertía en el príncipe que le hacía creer a una princesa de seis años que era querida, que aún tenía algo a lo que asirse. No me importaba la riña que recibía por saltar de línea en línea, porque era mi padre, que me hablaba a mi, solo a mi; toda su atención dirigida a esta minúscula razón que soñaba con ser una “señorita” como las del colegio, que cantaba canciones con letras imposibles, de significados aún no traducidos en su infantil desajuste, que hablaban de amores trágicos y dolorosos.

Y fue la sensación de todos los pasos de cebra que llegué a cruzar con mi padre cogida de la mano, los que reservé en el rincón del recuerdo, para rescatarlos años más tarde, en esas noches en que la memoria no quiere saber, por mucho que se le afloje la duda.

Esas noches sin respuesta, en las que no entendía el por qué de tanta factura, ni a qué fin la nevera se vaciaba tan deprisa; la falta de voluntad me acompañaba incluso antes de abrir los ojos por la mañana, y la apatía era compañera y se me pegaba como un amigo de esos pesados de los que no sabes como deshacerte.

Podía durarme la sensación varios días, y ahí se quedaba, como un polizonte, chupándome la poca energía disponible. Rumiar con mi presente y mi pasado sin encontrar alivio, sin saber qué me pasaba ni qué producía la indiferencia que ese tiempo muerto me provocaba hacia las personas, los objetos cercanos, que hasta llegar a la puerta de la calle me pedía reciclar antes el gesto de extrañeza, que marcaba unas líneas de expresión ceñudas, como de perenne enfado.

Era entonces cuando la mano imaginaria se convertía en mi último y definitivo sustento emocional. Cerraba los ojos y ya no estaba sola. Algo ingrávido, inmaterial que me sostenía el alma, aunque solo fuera en la imaginación. A pesar de ser solo viejos recuerdos, por su condición de lejanía me hacían dudar de su veracidad. Cómo saber si era cierto que aquella escena había sucedido en otro tiempo, y en un lugar que se desdibujaba en la memoria.

Si la imagen existía, debía ser porque el sentimiento de protección pesaba, más que el propio recuerdo de la ciudad que sobrevolaba en mi imaginación, que persistía en sobrevivir a pesar de mi larga ausencia.

Cómo saber si la ciudad, el paso de peatones, la mano, el momento fueron ciertos, no lo sabía. Cómo tener la certeza de que un día era yo misma, con seis años, y había cruzado la calle confiada dejándome guiar, por la mano de mi padre.

Y aún así, aquella mano conocida me acunaba en silencio, me deslizaba el meñique por debajo de la manga, y acariciaba mi muñeca poco más grande que entonces. Para dejarme con más preguntas sin respuesta, como a los niños de seis años, que aún creen en princesas.

Me agarraba fuerte a la mano que anidaba en mi cabeza, y cruzaba la vida resuelta. Otro día ganado a la muerte, otra noche de dudosa serenidad. Solo añoraba no obtener la respuesta directa de la boca de mi padre; saber si me había querido, o en qué momento había decidido prescindir de mi mano. Por qué me dejaba cruzar sola ...

No recuerdo el día en que mi padre, al fin, decidió no agarrar más mi mano para cruzar un paso de cebra, pero traerlo a la memoria se convierte en algo triste, porque desde entonces mi figura niña ha aprendido a cruzar correctamente los pasos de cebra: mirar a un lado y al otro, y asegurarse de que no vienen coches; no saltar las rayas blancas.

La niña se ha acostumbrado a caminar respetando la derecha, como le han enseñado, y a llevar de la mano a sus hermanos más pequeños. Curioso papel, el de destronada princesa, con tan solo ocho años, sin corona ni mano que la sujeta.

Y desde entones he ido tranqueando con la edad, saltando de paso de cebra en paso de cebra, perdida entre líneas marcadas en el suelo por las que ya no es divertido saltar.

El paso de cebra ya no es el mismo animal de los troquelados, sino la esperanza rota, el amor imposible, el tiempo fugaz, el sentimiento de pérdida.

2 comentarios:

  1. Sí. Creo que siempre hay algún sentimiento de pérdida que nos asalta cuando menos lo esperamos. Seamos niños o adultos, lo mismo da, ese sentimiento nos visita cuando alguien nos deja, cuando alguien se va. ¡Feliz día! Saray. Un abrazo. Me ha gustado mucho tu relato.

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  2. Gracias, Maria José, por el comentario. Me había confundido, y sí está el comentario.
    Y sí, el sentimiento ese es como una herida abierta que todos llevamos en mayor o menos medida, y que unos aprenden a llevarlo y otros a soportarlo, las cosas de la mente son así, jeje

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