Hasta la fecha nadie me ha
confesado que escuche el sonido de su pelo al crecer, aunque supongo que es debido
al miedo evidente de que ese inocente comentario perjudique una imagen de ahí
en adelante, por lo que tampoco es difícil de entender que la mayoría decida guardar
un silencio sepulcral al respecto.
Yo sin embargo lo escucho con claridad incluso cuando duermo -y no me avergüenza reconocerlo-,
y percibo cómo chasquea el crepitar de lianas que se unen a su antojo
alrededor de mi cerebro, taladrando con ese sonido la cháchara incesante que
mantienen los pensamientos a mi espalda, una pandilla de viejos truhanes,
adorables a la vez que pendencieros, que imagino apartando los bucles
enmarañados que agarran sus naipes y destrozan la jugada.
A la mañana siguiente, da lo
mismo el mimo o los cuidados que haya invertido la noche anterior en mi cabello, empiezo a creer que alguien o algo me señala con jocosidad a través del
reflejo de mi figura, el espejo o vidrio que juzga hasta el más nimio detalle y
por el que toda mujer pasa al menos una vez al día, aunque sea de hurtadillas
(los hombres, más, aunque no lo reconocen).
No es obligado, pero solemos caer
en el error, y dado que esa estupenda melena que antes del sueño lucía se ha
convertido en selva amazónica, no me queda más remedio que situarme a modo de
prueba y solo de pensamiento en la peluquería y en su sillón, más temido éste
que el del dentista, pero es allí hacia donde se conducirán mis pies en cuanto
pase el temido veredicto, dios mio, qué pelos, y aquí surge la primera
adivinanza de este juego de supervivencia: ¿cómo voy a salir así a la calle?.