12 de julio de 2013

Cuénteselo a su peluquero (un extracto de la serie Y yo con estos pelos)





Hasta la fecha nadie me ha confesado que escuche el sonido de su pelo al crecer, aunque supongo que es debido al miedo evidente de que ese inocente comentario perjudique una imagen de ahí en adelante, por lo que tampoco es difícil de entender que la mayoría decida guardar un silencio sepulcral al respecto. 
Yo sin embargo lo escucho con claridad incluso cuando duermo -y no me avergüenza reconocerlo-, y percibo cómo chasquea el crepitar de lianas que se unen a su antojo alrededor de mi cerebro, taladrando con ese sonido la cháchara incesante que mantienen los pensamientos a mi espalda, una pandilla de viejos truhanes, adorables a la vez que pendencieros, que imagino apartando los bucles enmarañados que agarran sus naipes y destrozan la jugada.

A la mañana siguiente, da lo mismo el mimo o los cuidados que haya invertido la noche anterior en mi cabello, empiezo a creer que alguien o algo me señala con jocosidad a través del reflejo de mi figura, el espejo o vidrio que juzga hasta el más nimio detalle y por el que toda mujer pasa al menos una vez al día, aunque sea de hurtadillas (los hombres, más, aunque no lo reconocen).

No es obligado, pero solemos caer en el error, y dado que esa estupenda melena que antes del sueño lucía se ha convertido en selva amazónica, no me queda más remedio que situarme a modo de prueba y solo de pensamiento en la peluquería y en su sillón, más temido éste que el del dentista, pero es allí hacia donde se conducirán mis pies en cuanto pase el temido veredicto, dios mio, qué pelos, y aquí surge la primera adivinanza de este juego de supervivencia: ¿cómo voy a salir así a la calle?.

Comienza el suplicio.  Una vez me decido a pasar por el suicidio asistido de las lianas que cuelgan de mi cabeza, una libre alianza que demuestra hasta dónde llega su libertinaje y dónde mi vulnerabilidad –una de tantas-, me mantengo inmóvil en el reducto de un azulejo desgastado, muestra de otras tantas mañanas de darle vueltas al asunto, luchando entre llamar a mi dentista con cualquier excusa, o ponerme a limpiar el fondo de los armarios, cualquier excusa antes que pasar por la pelu. 

Si existiera una enfermedad de este tipo, yo la llamaría pelufobia, hasta ahí llega mi evidente falta de ingenio, otra consecuencia directa sobre el desarrollo cerebral producida por  la tal maraña desapasionada.  Demasiados enredos y escaso pelaje, lo que es arriba es abajo, y viceversa.

Y yo con esos pelos que crecen sin parar, y la peluquería (o salón de estilismo, como le gusta a su propietaria que lo nombremos) a punto de cerrar para el fin de semana. 

A la porra los complejos.  Me cuelgo el cartel invisible de duquesadetal y salgo despedida hacia el único lugar que me puede devolver, sino la confianza en mi misma, una imagen lo bastante decente como para superar con dignidad la proximidad de un ERE en plantilla que nos tiene a todos en vilo, esto es, la pelu de toda la vida.

Mi estilista particular, Anna –con dos enes-, importó su negocio a finales de los ochenta de no se sabe bien dónde, y dejó de ser peluquería para convertirse de la noche a la mañana en un nido de pijas recalcitrantes, aburridas de la vida que no sabían en qué gastar el dinero y que llamaban amiga a su peluquera, confesando no sé qué íntimos secretos, y por supuesto, los de los demás, o esas sílfides de la actualidad que no se de dónde sacan tiempo entre el gimnasio y un trabajo en el que sin duda ganan en un mes lo que yo en tres, y que uno no termina de adivinar tampoco de qué va, tanto eufemismo que disfraza antiguas labores de administración,  pero que yo apostaría que pagan más por la imagen que por todo lo que se adivina bajo sus cabezas. 

Hoy pagamos en euros el exceso de publicistas de entonces. 

El salón es de lo más moderno, así que aquí no se diferencian géneros, ya que es unisex.  Ellos, por supuesto, ni te miran, abstraídos con tanto espejo en el que da de comer a su ego malherido, malparido o mal alimentado en la fase anal, vete tú a saber.

Pero el resto de mortales, además de sufrir el incomodo de tener que perder casi dos horas entre chorros de agua casi siempre más fría o más caliente de lo que una solicita, pero que ya sea por costumbre, por la confianza que da asco, o por los años que Anna ha disfrutado de mis aventuras, separaciones, problemas familiares y cambios de piso, me da no se qué quejarme cuando aparezco, cada mes y medio, aproximadamente, por eso, además, sufrimos en silencio el exceso de parabenes y los tóxicos inhalados, que siempre lo digo, tiene más peligro Anna con la laca que un Speedy de los de antes, y que más camillas cubre la seguridad social por exceso de laca que de somníferos.

Puro marketín, me cuchichea al oído la interfecta, orgullosa de verse rodeada de tanta categoría y tratando de mantener contenta a su clientela.  Algunas prácticamente hacen vida en la peluquería, sobre todo en época de separaciones: desayunan, comen y meriendan en su local, confundiendo en ocasiones a los viandantes, que se paran con estupor frente al moderno escaparate esperando leer Can Pamplinas o Casa Pepita, pues aquello se parece más a un bodegón que al elegante salón, que yace detrás de tanto plato y moco en servilletas de papel.  Y cuando de nuevo hay suerte y se emparejan, para matar el tiempo, digo yo, porque en suspiro se convierten en viudos y viudas alegres que llenan el local con más botellas y más grandes que las que descorchan en los podios de Fórmula 1.  A estos momentos yo los llamo el glamour-botellón, y si por suerte te encuentra uno de ellos en una de las peregrinaciones mensuales sales de Anna's con un puntillo de efervescencia que multiplica las posibilidades de pisar menos firme, pero con una juerga interior que te pones los bucles por montera.

 A veces he bromeado con ella y en plan picarón le señalo que no dudaría en ser yo quien le cobrara por todo lo que se ha reído conmigo, ya que pocos clientes airean sus miserias con tanta gracia, ni le dejan a uno con esa sensación de que hay quienes están mucho peor que tú, ya sea económica, laboral, o emocionalmente, yo suelo encontrarme dentro de ese grupo.

Pero si por algo Anna`s Estilistas se ha convertido en refugio de tantos, tema práctico aparte, es debido a esa liviandad con la que se desenvuelve la escena y que produce el milagro final, ya que llego con toda la tropa de pensamientos negativos y salgo con el paso firme de quien se ha convencido de haber invertido con acierto una respetable cantidad de su sueldo,  a tenor de las miradas que intuyo a mi alrededor, que en nada tienen que ver con las que me cruzaba antes de la sesión.

Ya estoy dispuesta para escuchar los azotes de mi cabello durante otro mes y medio.  Y estoy pensando cómo celebrarlo esta misma noche.

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