Cuando uno es joven se deja
impresionar, es manipulable, más cuando el marketing y la publicidad van de la
mano, orgullosos y seguros, apoyados por la masa ignorante. La juventud se deja influenciar incluso por
lo que no se cuestiona, como el tiempo atmosférico o el color de ojos. Que llueva o haga sol son un ejemplo de esas
influencias discutibles a las que muchos no escapan, ya pasada la
juventud. Y servirá para mi disertación
echar mano de nuevo el refranero popular, con aquello de que nunca llueve a gusto
de todos; ni hace sol, ni nieva, ni hace
viento ni brilla el sol ni las nubes pasajeras lo hacen, añadiría yo.
La madurez te da la sabia opción
de callarte antes de meter la pata, antes de decir la frase con la que cargarás
como una losa el resto de tu vida, aquello que te puede señalar o apartar de un
modo gregario en el círculo que la expreses.
Las palabras tienen más fuerza cuando uno las dice que cuando las
escribe. Lo escrito, puede o no ser
parte de uno mismo, mientras que los sonidos argumentan y dan peso y crean una
pared que obvia el mínimo movimiento posible para que te defiendas de lo
expresado.
El que calla otorga, frase de
necios y cobardes morales, que por no atreverse no dicen ni lo que piensan ni se
reservan lo que deberían. Prefiero
cruzarme con quien escucha y argumenta después de sopesar, y omite mucho de lo
que podría contar, porque entonces puedo confiar en que estoy ante alguien que
ha vivido, seguramente, que no busca un público dormido intelectualmente o la
masa que enfebrece con la necesidad del humo que impera en la charla de esquina
y de bar de barrio.
Hoy la influencia rompe las
barreras de la edad y de las castas sociales; entre las élites y el vulgo
apenas dista una separación de tipo económico, que no así la cuestión
educacional ni cultural. Hemos batido el
récord del absurdo, haciendo creer a las masas que un aparato con ruedas de un
color les hará parecer más altos o atractivos al sexo contrario, o la toma
diaria de ciertos productos compuestos de sustancias nocivas hará que aquellos
necios de los que hablaba les observen con la boca abierta. Siempre hay un necio por cada engreído, o
decenas, en nuestro caso, pequeño territorio de brechas abiertas, en donde se
premia el continente por encima del contenido, la palabra escrita y rubricada
en falso antes que lo que desmiente lo mismo, pero hablado. Lo sabemos todo, presumimos de ello, y
morimos al ignorar lo que significa la decencia y la honradez moral, como los
insufribles peces en los rios contaminados, eso sí, reescribiendo la
ignorancia, la mentira, este teatrillo de mortales titubeantes, dubitativos y
arrogantes en una verdad falseada, que nos aletarga gracias a nuestra credulidad y evidente falta
de criterio.
Aldous Huxley se quedó
corto. Hemos superado las barreras de lo
ridículo. Nos reimos del prójimo cuando
la falta de juicio, que no de prejuicio, parte ya del mismo dedo que
señala. Somos así de bilbainos, los de
esta nación.
La sensatez personal se convierte
en una guerra contra gigantes en un pais en el que pervive la inmadurez social.
La veteranía es lo que tiene, que convierte en interesante y digno de abrirle
la puerta a quien hace años pasaba desapercibido o a lo que antes no veíamos
con la claridad de la experiencia.
Lástima que no todos los veteranos
de esta guerra están libres de tirar la primera piedra y que por eso mismo la
edad no madure. Como ocurre con la cultura, la edad no entra por ellos.
Heridas de guerra, 2015 (c)
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