13 de abril de 2009

Mil locuras y una reflexión



Mil locuras y una reflexión

El espejo que me visita cada tarde, se rompe en mil pedazos: mil medidas punzantes se me abalanzan en forma de gestos, convertidos ahora tan solo en mortales despojos; recuerdos biselados, que saltan y se dispersan a su antojo por el aire; se enganchan en las paredes y rebotan, tambaleantes. Se frotan contra las esquinas de mis autorretratos. Se estremecen los asombrados personajes que pueblan esos cuadros.
A su paso atolondrado, se tropiezan los minúsculos vidrios con las bombillas, que se descuelgan y a su vez golpean furiosas diversos objetos, dejando un riachuelo de plateados pedacitos: Bing Bang del lugar en el que me miro cada mañana.

La fuerza es más devastadora si el oponente no esquiva el movimiento.

Así se me muestra a diario el destructivo momento atávico. Cierto comportamiento que describen esos libros que no entiendo. Me muestro indiferente cuando se resarce conmigo; no entiendo de reacciones excesivas, manías esteriotipadas, comportamientos documentados.
(Si hacemos caso a la declaración jurada de Don Benito, médico de familia, el tema es muy, pero que muy serio. Don Benito. Matarife. Loquero. Familia. Grupo. Clara)

Es importante que yo sepa nombrar estas cosas; clasificarlas, cada media hora, como lo hago con las siglas camufladas que graban en sus buzones mis vecinos de escalera; en orden ascendente, y colocar cada apellido en el lugar correcto: los nombres, correlativos; las paredes, estucadas; los espejos, bien acomodados.

Miedo en estado puro: quién ofrece más refracción que mi pensamiento, en unas pocas líneas, como lo escribe mi campo visual, a tientas en el aéreo cuaderno. Motivos reales creo que no tengo, mi otro yo no sabe de amargura, para que esta impostura ni destile ni desmerezca. Demasiado terrible para dejarlo escapar, debido a algún descuido intencionado de una ventana abierta.
(Quieren verme saltar. Lo intuyo, porque les oigo cuando susurran a mi espalda)

Me apresuro hacia el cuarto, la puerta entreabierta, mi racional cordura pretende mantenerme a salvo de mi mismo. Pero una vez traspaso el marco, miles de espejos se arremolinan en torno a esta escuálida pose, mostrándome un despojo de humanidad, una mirada huidiza y unos pelos magníficos en su aspereza; la hechura curva, el andar indolente, la pisada pidiendo permiso.
Los trocitos que sobrevuelan mi cabeza se confabulan, y me rozan con el aire de la velocidad, cercanos a mi rostro; a la distancia de los uhu-ojos, el búho que no duerme, más que a instantes de reflexión, que suelen coincidir con los desvaríos propios del amanecer.

En uno de los espejos distingo ahora a Clara , y los celos de aquella noche me muerden el alma, me arañan con el canto de este insignificante objeto punzante.
Como los celos eran injustificados, la perdí, me acusa repetitivo el doctor, a través de este viaje en el tiempo.
¿Fue Clara el detonante? ¿Acaso es cierto que existió en mi vida una imagen tan pulida, el único enclave real de mi permanente irregularidad?

Esquivo, con la premura de la tensión, otro pequeño trozo de espejo; casi me muerde esta piraña: reconozco en su brillo la figura estirada de mi padre, y la puerta de entrada de mi primer hogar, recuerdo de infancia: este tutor impuesto, que al caer el atardecer regresa a casa. Me escondo tras la puerta, por si la magia del espejo resucitara aquella aparición, en forma de progenitor en estado etílico constante: sus gritos, su genio poco moderado, sus exigencias imposibles.

Mi reflejo en el espejo, de aquello debe hacer mas de cien años, protegido en la oscuridad, y corro a esconderme bajo las faldas de la mesa, que una vez más, me salva de exponer mi fragilidad a la lava que desprende ese ser volcánico a punto de estallar.

Escucho a mi madre en el otro cuarto, que rompe a llorar, recuperando la capacidad pulmonar del día que la vió parir; incluso ella era ya incapaz de disimular la desazón, que un engendro miserable le provocaba hacía años; desahoga su miseria tirándose de los pelos, apoyada en el balcón; aún la veo allí, en aquel segundo de valentía; una cometa de ochenta kilos de peso; volando...casi volando. .
El estallido lastimero que pronuncia mi nombre me hace brincar, un salto hacia atrás, postura de bebé lastimado en medio de mi propio desconcierto.

Mi padre resucita y vuelve a hacerse visible en el canto del vidrio . Se multiplica su cara, me desafía desde su tumba, en cada trozo de espejo. La habitación ya no me parece segura. No encuentro la mesa. No puedo huir a la calle. La puerta se aleja cada vez más, y mi padre se interpone, deslumbrante su figura majestuosa dentro del espejo fantasma, que torpemente se me adelanta.

Quiero despertar, me lamento en un susurro, eso solo puede ser un mal sueño, yo ya no escucho su voz en mi cabeza, cuando me amenaza con un arma, ni cuando me saca a trompicones por el patio, al anochecer para que duerma cobijado por los muros , en vez de dejar que lo haga en mi cama.

Me llevo ambas manos a la cabeza, protegiéndome de un próximo ataque por sorpresa. No es tan importante ahora arreglar el descompuesto espejo, como lo fue en su momento fabricar una vida nueva en mi interior. Le grito al mundo, a mi invisible verdugo. ¿En qué he fallado esta vez? ¿Ha sido el medicamento mal administrado o las cartas que me han tocado en suerte, en esta tirada?.

....
Se desdibuja la grotesca escena, en donde un peluche que cuelga en la pared está tan fuera de sitio como el descontrolado vaivén de los vidrios. La mano, aprovechando un hilo de cordura, agarra al vuelo el más afilado.
Miles de gotas desesperadas forman un charco de resignación. El suelo, pulido y frío, acuna con tiento un cuerpo exiguo, una mente cansada, una doblez entre esperpéntica y humana. Concluye el vidrio nuevo de agua, que refleja un vacío más de otra existencia agazapada, la única salida sensata cuando un cuerpo ya solo respira, camina y se alimenta por no llevar la contraria.

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