Museo Marítimo, Drassanes, Barcelona. Las salas siguen conservado el mismo encanto
que recuerdo tras la que fue mi última visita al recinto, de eso hace ya unos
cuantos años. Sin embargo, el recinto en
el que reúnen a la prensa es similar a cualquiera de los que se suelen utilizar
con el mismo fin en cualquier hotel, sin personalidad ni encanto. El lugar ya
está abarrotado, lo que se traduce en un concierto imprevisto de melodías de móviles desconocidos que nos
recuerdan la extraña manía de algunos por vivir en modo on de un modo permanente, le pese a quien le pese.
Hace las presentaciones la editora
Elena Caballero, que sin más rodeos nos comunica que Ávidas pretensiones, del escritor Fernando Aramburu, es la novela ganadora, escogida por unanimidad entre
más de novecientos cuarenta volúmenes que se han presentado. Manifiesta además
que este año la variación temática ha sufrido un incremento en lo que ha trasfondo
policíaco y político se refiere; por qué será.
El humor me sirve para cerrar heridas o
como antídoto, no me imagino nada mejor que la risa, aunque reconozco que el
mio es un humor cruel, que jamás utilizaría
con las víctimas ni con asuntos de agresiones. Fernando Aramburu
La mesa del jurado está compuesta
por los escritores Manuel Caballero
Bonald, Carme Riera, Eduardo Mendoza, y Pere Gimferrer, que expondrán sus
comentarios en este mismo orden. No pasan más de diez minutos cuando mi
trastorno de atención se muestra en todo su esplendor, que se deja llevar por cierto aroma a humedad
que inunda la sala y se pega a la ropa, olor a turistas de segunda o tercera, a
bocata de calamar y tenderete de feria. Me concentro otra vez en la sala y un Manuel Caballero circunspecto y serio
nutre la curiosidad natural de los presentes: una novela paródica que danza entre el esperpento y la caricatura, nos
cuenta.
Le toma la palabra Carme Riera, también seria –no deja de
sorprenderme lo formal que resulta este mundillo, por regla general-, alabando sobre
todo la parte técnica del trabajo premiado, el dominio del lenguaje. Poco más que añadir. Las palabras de Eduardo Mendoza me devuelven a la realidad de lugar y espacio que
ocupo –he de hacerme mirar esto que me sucede últimamente con la atención, deben
ser cosas de la segunda juventud-: lo que se cuenta es creíble, asegura, y está escrito por un novelista de verdad.
El tiqui-tiqui-tiqui de un
teclado me devuelve a la ensoñación y estoy a punto de perder el hilo de nuevo
cuando P. Gimferrer entra de lleno a
disertar sobre el ambiente poético literario, y es ahí en donde anclo mi
atención, para asentir a su último comentario: en tres mil años, nadie se acordará de nadie.
El protagonista de la jornada
acapara la atención en último lugar, y como en los premios del cine, o de la
música, uno espera que saque la chuletita y nos aburra con los agradecimientos
a la familia política y a la propia, pero seamos serios, este es un premio
literario, y los discursos en este sentido son algo más estructurados. Así, comparte con los presentes un sueño adolescente
de convertirse en escritor, además de futbolista, ajedrecista, ciclista y
lanzador de jabalina. Un sueño que ha
cumplido de sobra, y no de manera gratuita sino gracias a la perseverancia. Sobre el humor -que parece ser un tema pendiente
en su labor literaria- admite le sirve para cerrar heridas o como antídoto, y
asegura que no se imagina nada mejor que
la risa, aunque reconoce que es el suyo un humor cruel, pero que jamás haría humor con las víctimas ni con
asuntos de agresiones. Menos mal.
Recuerda que en una ocasión
acudió a unas reuniones de cierto grupo literario alemán, el del cuarenta y
siete, dirigido por un tal Richter, en que sus componentes se despellejaban unos
a otros y que le ha servido como modelo para plasmar en la obra. Un
trabajo que los poetas no terminan de entender, confiesa, pues no arremeto contra ellos, aunque
ellos no parecen entenderlo así. En
este punto no hay vuelta atrás, y con su anterior afirmación invita al libre
albedrío de los más recelosos a identificarse con alguno de sus personajes si
así lo cree conveniente.
Aramburu comienza a soltarse casi al final de su discurso, cuando
las anécdotas muestran su lado más cercano y se expresa entonces con menos
sujeción, de un modo más espontáneo, aunque bien pudiera equivocarme yo, que en
esto los escritores saben camuflar con facilidad la realidad y la ficción.
El broche final es una comparación
a la baja de nuestro pais con lo que significa ser escritor en Alemania, en donde hace tiempo representa
una profesión reconocida, que puede presumir de una distinción a la que ya
quisieran algunos pretender aquí, como lo es cobrar por acudir a las
presentaciones literarias. Espero que
nadie siga el ejemplo de aquel pais en donde casi le cobran a uno por respirar,
aunque corriendo los tiempos que corren dudo si no se podría plantearse la
situación en España, a modo de venta
anticipada, puede que con los escasos lectores de los que podemos presumir y el
escaso valor que se le da a la cultura –en general- y a la literatura –en particular- , no
saldría a cuenta más que para algunos que ya son unas figuras dentro del
panorama de las letras. Nada nuevo bajo el cielo: ciertas premisas jamás serán
aplicables en este pais.
Lo mejor vino tras la
presentación, que era el momento que casi todos esperábamos: un almuerzo con
regalito incluido, la famosa libreta todoterreno Moleskine que abandera este premio.
El cóctel previo fue además una escena de la que disfruté como
espectadora, observando la danza que se representaba a mi alrededor,
diferenciando a los que les gusta ver de los que prefieren ser vistos. Un baile acompasado en cada uno cumple su
rol: los jefes con los jefes, los currelitos con sus idem, y tiro porque me toca. Confieso que
algunas personas me llaman la atención por lo bien que saben desenvolverse en
estos actos, sobre todo cuando no hay nada interesante de lo que hablar, cuando
los clichés y las conversaciones sin sentido sobrepasan en cantidad a la
profundidad o la pasión, o al humor, que tanto se echa de menos en estos
casos. Amor a tutiplén.
Durante el almuerzo tuve la
suerte de coincidir con varias personas con las que se generó una empatía que
superó mis expectativas. Entre ellas, la
encantadora Anna Turón, de Seix Barral, que no dejó de sonreir, y, causalidades
de la vida, algún paisano de mi tierra chica, con quien tuve la ocasión de
charlar. Otra sorpresa para los presentes fue la asistencia del galardonado pocas
horas antes en los premios Goya, el
director de cine David Trueba, o el
cineasta Gonzalo Suárez, cercano
como pocos. Otras caras conocidas –Enrique
Vila-Matas, Espìdo Freire, Care Santos; Ángeles Gonzalez-Sinde, Víctor Amela,
entre otros.
Lo dicho, en tres mil años, nadie se acordará de nadie, pero la jornada
mereció la pena.
Saray Schaetzler, para Anika entre libros
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